EL FALSO DEBER DE AMAR A LOS PADRES.No es una obligación si ellos criaron bajo el yugo del maltrato y abuso
ENERO 2021/
La psicóloga española Olga Pujadas experta en terapia psicodinámica, basada en su experiencia terapéutica, cierta vez advertía en sus redes sociales (palabras más, palabras menos): “Sé de madres que juegan a hacerse las muertas para que sus hijos se asusten y las quieran… madres que amenazan con matarse si sus hijos no se portan bien… madres que enloquecidas gritan mientras blanden cuchillos o tijeras a pocos centímetros de sus pequeñas gargantas… padres que miran iracundos a sus hijos amenazándolos con sus gigantescos puños… padres que se burlan sádicamente de sus hijos y que ahora incluso lo suben a las redes sociales… algunos padres que amenazan a sus hijos, desde muy pequeños, con matarlos si salen (prostitutas o gays)… padres que gritan, pelean, se reprochan, se insultan, se golpean ante la mirada aterrorizada de unos pobres niños…”. Sin contar con los padres y madres que dejan a sus hijos llorar solos para no malcriarlos, les dan palizas para disciplinar, los dejan sin comer o amarran para que dejen de molestar, abusan sexualmente o permiten el abuso sexual… Exigirle a una persona que ame a su padre o a su madre por encima de cualquier cosa, es contra natura.
Los límites circulan en dos direcciones. Los hijos también tenemos el derecho y el deber de poner límites a los padres. No estamos en la obligación de amar a nuestros progenitores cuando nos han maltratado y abusado repetitivamente. No deberíamos sentirnos como si fuéramos criminales porque no los amamos o porque no surge en nosotros el perdón genuino hacia nuestros progenitores.
Una cosa es llegar a comprender que nuestros padres también han tenido infancias difíciles, reconocer que quizás han hecho lo mejor que han podido, y sobre esa comprensión encontrar formas o territorios para establecer una relación más sana si fuera posible, o alejarnos si fuera necesario, pero en ningún caso puede decretase que debemos amarlos y perdonarlos por dogma, por obligación moral o terapéutica como requisito para recuperarnos de la herida infantil.
Lo más importante es hacernos conscientes de esa herida en su justa dimensión desde nuestra vivencia como niño o niña, que nadie nombró ni validó. La falta de capacidad de reconocimiento subjetivo de los abusos en la propia infancia se ceba con el mandato social, religioso o “terapéutico” de lealtad incondicional hacia los progenitores.